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UN SUEÑO DE TANTOS

UN SUEÑO DE TANTOS

Pertenezco a una tierra sobre la que se viaja con voluntad y tenacidad hacia unos días marcados en el calendario. Fechas que suelen envolvernos en una gama de colorido que transcurre desde los más ecológicos verdes, a los fríos azules y platas, pasando por la calidez de los arenosos o dorados, incluso carmesíes.
Pertenezco a una tierra en que se disfrazan recuerdos y regalos en papel de escasa vida, impreso con dibujos que avivan las sonrisas o traen a la memoria otras envolturas pasadas, guardadas por ese afán que tenemos los humanos en quedarnos cosas inservibles, porque pensamos que desprendernos de ellas sería perder parte de lo que hemos sido. Luego, para que todo quede bien atado, acabado, pasamos un lazo rojo por su contorno y lo miramos a través de un papel celofán atornasolado, casi irreal.
Pertenezco a una tierra que viaja hacia la aventura cada año cuandoel encendido eléctrico nos marca un rastro de estrellas y campanillas. Vamos tras él, dejando huellas blancas en la imaginación, pues difícilmente encontramos nieve sobre las calles. Sería una sorpresa inusitada ver caer los copos blanquecinos sobre olivos, almendros, viñedos, juncos, acacias, farolas o coches.
Pertenezco a una calle en la que huele a canela, harina tostada, almendras, limón, a hornos cálidos que antes fueron de leña y pala. Desde allí, cuando subía a las azoteas, veía los viejos tejados y la ermita. Mucho más lejos, orgulloso y desafiante por el poder que le confieren las piedras, un Torcal en el que habita la imaginación de esta tierra.
Pertenezco a esa partitura musical cuyas notas tejen o bordan manteles de hilo, que se despliegan y se ensanchan cuando llega la cena de Navidad. Salen de los cajones año tras año, desperezándose entre los ajuares que huelen a espliego. Luego se desparraman en la mesa más grande de la casa, para que quepan todos, los que están y los que no.
Pertenezco a una tierra en el la que se celebra el día de los inocentes. Mientras, los nacimientos, el buey, la mula, los pastorcillos, la lavandera, el castillos y Herodes, los ángeles y los Reyes Magos, reclaman entre el musgo y el corcho, un espacio en nuestras tradiciones, en nuestra memoria, que a veces se torna frágil.
Pertenezco a una tierra en la que el viento trae sonido de zambombas y panderetas, de voces, de villancicos, de campanas sobre campanas, de lágrimas porque en la puerta hay un Niño más hermoso que el sol bello, o de peces en el río de la Rivera, que nadan hacia el lugar en el que la Virgen, con primoroso cuidado, tiende la ropa mientras mira hacia Belén.
Pertenezco a una raza en la que la palabra PAZ se escribe y se siente con mayúsculas. Ahora, la tenemos, la disfrutamos y la damos generosamente a los que no son tan afortunados. Mañana no está escrito, pero sabemos. La conservaremos como el bien más preciado, como la luz que nos indica el camino, alejándola de las vanas promesas y de la oscuridad de la mente.
Pertenezco a una tierra en la que suenan doce campanadas el último día del año y una a una, arrancadas de su tallo nos tomamos las uvas de la suerte y brindamos pidiendo salud alrededor de los deseos, a la luz de las velas. Con cada campanada, una nueva esperanza, un nuevo vuelo hacia la fiesta, hacia la vida que año tras año nos ganamos a pulso.
Con mis mejores deseos de felicidad, Antequera.
CARMEN RAMOS
Diciembre 2004
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LA FUGACIDAD DEL TIEMPO
Nada es gratuito. Para que el buen tiempo se haga notar hemos tenido que tragar agua como si de un alcantarillado sediento hubiésemos heredado la sequedad del alma.
Algún satélite ha dicho textualmente que se alejan las borrascas, la climatología que esperábamos acaba de instalarse con perspectivas de continuidad.
Mi memoria reverdece y se torna playera. Emprendo un particular camino hacia el sendero de las arenas que has estado en vías de extinción. El mar se las llevó entre fugaces relámpagos y avispados truenos.
Las desnudas piedras han quedado cubiertas de nuevo por toneladas de arena. Una flota de incontables camiones amarillos, palas gigantescas, como si cucharones draconianos se trataran y grúas que se mueven torpes por la orilla del mar, acompañadas por otros artilugios, cuyo nombre rebasa las fronteras de mi vocabulario en este tema, son manejados con soltura por hombres fluorescentes adheridos a estas máquinas como si fueran ya parte de su fisonomía. Con apresurada pigmentación todo va quedando como si nada hubiese pasado. De vez en cuando una impetuosa cascada arenosa irrumpe en algún lugar entre El Palo y La Malagueta. Granos de arena, venidos, traídos y llevados desde lugares en donde antes descansaban en el anonimato, ajenos a todo el bullicio, que en breves horas se le echará encima.
Por cierto, aquí en casa, me espera la fabulosa aventura de adentrarme por la selva del vestidor, pero antes, por enésima vez compruebo que el sol está joven y fuerte como corresponde a las previsiones. La faena que me espera ahora no es nada fácil: encontrar el set de playa. Reencontrarme con mis chanclas de vinilo, con toallas de felpa turquesa chillón, y sobre todo oler las cremas, o lo que quede de ellas, me tonificará seguro.
Ganas no me faltan aunque necesito un poco de valor para atravesar una selva llena de paraguas, chubasqueros, botas, bolsos. Por fin llego al fondo de la cuestión. Allí, en una semipenumbra grisácea con cierto olor a laurel, descubro mi fiel bolso estampado de palmeras y oasis. Se oye un gemido cuando tiro de él para sacarlo a la luz. ¡Fotofobia! No me extraña han sido muchos meses de oscuridad, días de cautiverio prolongado.
Esto es supervivencia y adaptación al medio, lo demás tiene otra denominación de origen.