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LA FUGACIDAD DEL TIEMPO
Nada es gratuito. Para que el buen tiempo se haga notar hemos tenido que tragar agua como si de un alcantarillado sediento hubiésemos heredado la sequedad del alma.
Algún satélite ha dicho textualmente que se alejan las borrascas, la climatología que esperábamos acaba de instalarse con perspectivas de continuidad.
Mi memoria reverdece y se torna playera. Emprendo un particular camino hacia el sendero de las arenas que has estado en vías de extinción. El mar se las llevó entre fugaces relámpagos y avispados truenos.
Las desnudas piedras han quedado cubiertas de nuevo por toneladas de arena. Una flota de incontables camiones amarillos, palas gigantescas, como si cucharones draconianos se trataran y grúas que se mueven torpes por la orilla del mar, acompañadas por otros artilugios, cuyo nombre rebasa las fronteras de mi vocabulario en este tema, son manejados con soltura por hombres fluorescentes adheridos a estas máquinas como si fueran ya parte de su fisonomía. Con apresurada pigmentación todo va quedando como si nada hubiese pasado. De vez en cuando una impetuosa cascada arenosa irrumpe en algún lugar entre El Palo y La Malagueta. Granos de arena, venidos, traídos y llevados desde lugares en donde antes descansaban en el anonimato, ajenos a todo el bullicio, que en breves horas se le echará encima.
Por cierto, aquí en casa, me espera la fabulosa aventura de adentrarme por la selva del vestidor, pero antes, por enésima vez compruebo que el sol está joven y fuerte como corresponde a las previsiones. La faena que me espera ahora no es nada fácil: encontrar el set de playa. Reencontrarme con mis chanclas de vinilo, con toallas de felpa turquesa chillón, y sobre todo oler las cremas, o lo que quede de ellas, me tonificará seguro.
Ganas no me faltan aunque necesito un poco de valor para atravesar una selva llena de paraguas, chubasqueros, botas, bolsos. Por fin llego al fondo de la cuestión. Allí, en una semipenumbra grisácea con cierto olor a laurel, descubro mi fiel bolso estampado de palmeras y oasis. Se oye un gemido cuando tiro de él para sacarlo a la luz. ¡Fotofobia! No me extraña han sido muchos meses de oscuridad, días de cautiverio prolongado.
Esto es supervivencia y adaptación al medio, lo demás tiene otra denominación de origen.
Nada es gratuito. Para que el buen tiempo se haga notar hemos tenido que tragar agua como si de un alcantarillado sediento hubiésemos heredado la sequedad del alma.
Algún satélite ha dicho textualmente que se alejan las borrascas, la climatología que esperábamos acaba de instalarse con perspectivas de continuidad.
Mi memoria reverdece y se torna playera. Emprendo un particular camino hacia el sendero de las arenas que has estado en vías de extinción. El mar se las llevó entre fugaces relámpagos y avispados truenos.
Las desnudas piedras han quedado cubiertas de nuevo por toneladas de arena. Una flota de incontables camiones amarillos, palas gigantescas, como si cucharones draconianos se trataran y grúas que se mueven torpes por la orilla del mar, acompañadas por otros artilugios, cuyo nombre rebasa las fronteras de mi vocabulario en este tema, son manejados con soltura por hombres fluorescentes adheridos a estas máquinas como si fueran ya parte de su fisonomía. Con apresurada pigmentación todo va quedando como si nada hubiese pasado. De vez en cuando una impetuosa cascada arenosa irrumpe en algún lugar entre El Palo y La Malagueta. Granos de arena, venidos, traídos y llevados desde lugares en donde antes descansaban en el anonimato, ajenos a todo el bullicio, que en breves horas se le echará encima.
Por cierto, aquí en casa, me espera la fabulosa aventura de adentrarme por la selva del vestidor, pero antes, por enésima vez compruebo que el sol está joven y fuerte como corresponde a las previsiones. La faena que me espera ahora no es nada fácil: encontrar el set de playa. Reencontrarme con mis chanclas de vinilo, con toallas de felpa turquesa chillón, y sobre todo oler las cremas, o lo que quede de ellas, me tonificará seguro.
Ganas no me faltan aunque necesito un poco de valor para atravesar una selva llena de paraguas, chubasqueros, botas, bolsos. Por fin llego al fondo de la cuestión. Allí, en una semipenumbra grisácea con cierto olor a laurel, descubro mi fiel bolso estampado de palmeras y oasis. Se oye un gemido cuando tiro de él para sacarlo a la luz. ¡Fotofobia! No me extraña han sido muchos meses de oscuridad, días de cautiverio prolongado.
Esto es supervivencia y adaptación al medio, lo demás tiene otra denominación de origen.
1 comentario
Raquel -
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Gracias